lunes, 5 de marzo de 2012

Poemas Manuel Ramos Otero


INVITACIÓN AL POLVO
Éramos flores desterradas desde un Caribe ancho
y luminoso a un apartamento nocturno y estrecho.
Éramos un recuerdo distinto y similar de voces
amorosas que quedaron atrás encerradas en el
mar, jugando al escondite por bosques milenarios y
volcanes dormidos. Éramos todo eso y mucho más:
el eco de un espíritu sincero que cambió brisa
por humo, fuego de sol por ceniza, gente de carne
y hueso por máscaras anónimas, hombres de la
ciudad que en el amor volvieron a sus islas infinitas.
Cubanacán boricua y Borikén cubano, finalmente
abrazados, con las alas cortadas falsificando
vuelos, como cambiando pétalos por plumas.
Éramos boleristas de la misma loseta: vereda
tropical y niebla de riachuelo, un desvelo de amor
bajo Venus, olas y arenas de una nave sin rumbo,
besos de fuego para una canción desesperada,
yo era una flor y tú mi propio yo. Con lágrimas
de sangre quise escribir la historia que ahora escribo
con sangre, con tinta sangre, del corazón. Éramos
compañeros del desorden profundo, pasión de
vellonera hombres por fuera y por dentro, no
solamente cuerpos sino historia. Éramos la victoria
de amarnos sin prejuicios, sin posesión ni celos,
sabiendo que lo eterno dura un segundo. Éramos los
remeros de la misma galera en busca de esa isla que
al final los libera. Éramos mucho menos
de lo que ahora somos.



DE PIE A CABEZA ESTABA
vestido el hombre de cuero de la noche
las greñas cenizas del cabello se erizaban
como el sol siciliano de azabache.
Como un cuchillo
filo afilado del entremuslo blando
surcó la soledad de sueños y viejas profecías
la promesa de un viaje a Tombuctú
que le hicieron de niño.
Clavo fatal
el tajo de fango que finaliza el cuerpo.
Lo vi una vez debajo de la tierra
cubierto de polvo luminoso
inhumano y hermoso como un muerto
cargando su ataúd sobre la espalda.
Regresó desde allá
su máscara de guerra descocida en la boca
besando el beso eterno dela sangre de Atila.
Había cruzado el horizonte.
Había comprendido sus alas de murciélago.
Había sido el tenebroso cadá de un poema.

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